Me encuentro en un lugar entre los Alpes y Los Urales. La geografia de Europa nunca paso para nosotros de sus naciones y grandes rios y capitales.
Ahora convivo con abedules y caducifolios, con grajas, grajillas y urracas, con tipos humanos centroeuropeos que cuando te los cruzas por la calle rehuyen la mirada si no te conocen.
He vivido con ilusión de niño la primera nevada de mi vida, he restregado un montón de esa nieve blanca y fria que se disuelve en nada, he observado esos millones de diminutos puntos de algodón cayendo silenciosos y cubriendo árboles, coches, avenidas, gentes...
¿Pero, que se me ha perdido a mí, un africano , por encima del paralelo 60? Mis filias biogeográficas no pasaban de la marítima Macaronesia o del misterioso y atractivo Sahel...
Pero he cruzado el Mediterráneo frente a la Costa Azul, disfrutado de morfología y montañas y ríos urbanizados en sus bordes, me han zarandeado turbulencias borrascosas alpinas y he disfrutado de amplias llanuras centroeuropeas repletas de lagos y bosques cruzados por múltiples carreteras.
Esta ciudad donde ahora estoy ofrece contrastes en todo.
Edificios grises, tristes, abandonados y por frente modernas moles de oficinas con luces de neón anuncios y servicios ultramodernos, tranvías recién colocados, galerías de comercio y alimentación, centros médicos, áreas de ocio...
Me muevo en un idioma que no entiendo. Y nos salva ese esperanto común que es el inglés. Pero es un idioma dulce que hablan gente amable y cercana, donde la belleza y elegancia de las mujeres contrasta con las rudas facciones masculinas.
En medio de todo un gélido invierno que obliga a rellenarse de abrigo, bufanda, guantes, gorros que, esta gente acostumbrada lo manejan con habilidad. Y a nosotros nos incomodan, nos asfixian y hacen perder la paciencia.
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